Una importante lección para jamás permitir que otro presidente sufra una persecución como ésta, simplemente porque el candidato perdedor y su grupo de embaucadores nunca han podido aceptar haber perdido.
Un buen día de verano del 2015, Donald Trump aparecía en el vestíbulo de su edificio, la Torre Trump, para notificar al mundo sus intenciones de buscar la presidencia de los EU, al mismo tiempo que enumeraba una interminable lista de problemas que enfrentaba el país, mismos que habían permanecido sin atención ni solución durante muchos años. La trascendencia del evento residía en que, quien llevaba a cabo esta declaratoria, no era el político tradicional eternamente incrustado en las estructuras que caracteriza a las burocracias mundiales.
No era un político profesional que pudiera desenfundar un largo currículo listando la infinidad de puestos que había desempeñado en la única actividad en donde había desarrollado su larga carrera, la política, escalando uno por uno toda clase de puestos en la burocracia. Este hombre no podía enlistar como el gran activo que sus contrincantes con orgullo presumían; una gran experiencia política. No, él nunca había sido representante, ni senador, embajador, tampoco gobernador, ni miembro de gabinete. Un hombre rudo que no respondía a las agresiones esbozando una sonrisa. No, este hombre respondía a los ataques con la rudeza de un peleador de barrio.






